Chris Marker (4): Algunas afinidades markerianas

Cruzando Marker

por Adrian Martin

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“¿Dónde, excepto en las esquinas más ignoradas, y en los instantes más breves, espera uno hallar algo como el pasado?”
-Alexander Nemerov
Un intrigante obituario del periódico, titulado “Agente hablaba más de cincuenta idiomas”: es sobre un hombre llamado George Leoni Chestnut, “espía de día y traductor de griego bíblico de noche”, fallecido a los 89 años. Más allá de su extraordinaria carrera como traductor –compilando diccionarios serbios y afganos, transformando poesías infantiles del chino al inglés y al español, y traduciendo textos bíblicos al dinka, la lengua del sur de Sudán- Chestnut trabajó por más de treinta años como “director civil de la sección de análisis” de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA). El obituario contenía esta anécdota:
 “A pesar de que nunca habló de su trabajo en la NSA, los familiares a menudo podían determinar cómo iban las cosas en Checoslovaquia u otras regiones en conflicto por la cantidad de cantatas de Bach que Chestnut tocaba al llegar a casa por la noche. Una noche de tres sonatas significaba una crisis en alguna parte”
Es probable que ni usted ni yo encontremos nada más sobre George Leoni Chestnut que lo que está en esa nota. Su vida –ya recubierta de secretos- existe para nosotros sólo en este destello, esta esquirla que emerge del infinito y abismal revoltijo de noticias, medios y biografías. Y aún así, ¿seré capaz de olvidar (aunque pierda el nombre y fecha exacta) esta hermosa fórmula dramático-cinemática de intersección entre arte, vida y política: “Una noche de tres sonatas significaba una crisis en alguna parte”?
Pensándolo bien –y dejando de lado el espionaje gubernamental-, la fugaz y condensada vida-relato de George Chestnut me hace pensar en Chris Marker. Algo que se dice poco de sus películas, videos e instalaciones es que parecen ser muchos trabajos compactados en uno, collages de notas, anécdotas y proyectos para los cuales “magic Marker”[1] ha logrado, milagrosamente, y quizás por azar o impulso, dibujar la provisoria línea de conexión. Muchas veces, viendo algún documental de TV o cine –90 ó 120 minutos dando vueltas sobre un tema, un lugar, una persona-, he pensado: Marker podría comprimirlo en una viñeta de diez minutos en medio de algún inesperado mosaico (o, mejor aún, constelación). Esto pensé, por ejemplo, en el documental australiano sobre Arthur Stace, aquel hombre misterioso que elegantemente escribía con tiza “eternidad” en cada trozo de calle, un poco como el sonriente “Mister Cat” inscrito en los techos parisinos (y en el ciberespacio), con su enigmático mensaje de esperanza, en Chats perchés (2004).
Hay un sentido democrático en la obra de Marker, donde todos merecen que sus historias sean contadas, aún en la forma condensada de un destello; como curiosamente observó en 2003, “que el escritor desconocido y el músico brillante tengan el derecho de ser considerados del mismo modo que el vendedor en el quiosco de la esquina quizás sea mucho pedir”. Se ha hablado mucho, a lo largo de décadas y en irritadas especulaciones biográficas, de la inclinación de Marker por el secretismo, sus nombres falsos (que ocultan su autoría en algunas obras significativas en varios soportes), la casi total ausencia de fotografías suyas y cosas del estilo. Mas allá de asuntos personales, esta niebla es estratégica: Marker desea ubicarse al nivel de cada rostro anónimo común y corriente, el tipo de ciudadano que puede entrar en la conciencia pública por sólo un breve instante –siempre que otra persona (en la mayoría de los casos) cargue con la responsabilidad de transmitir y comprimir en forma artística su relato de una manera alegre e ingeniosa. El arte de Marker depende del anonimato, su propio anonimato es sólo secundario, se trata del anonimato de la mayoría de nosotros, es precisamente el pathos prufrockiano[2] que nos llega en la poesía de T.S. Eliot, que es el punto de partida y el sujeto de la instalación Owls at noon prelude (2004).
Como en el caso de George Chestnut, la obra de Marker se refleja inextricablemente, para mí, en un colorido libro de bolsillo sobre la historia de la prensa amarilla: copias borradas que una vez inundaron las librerías de viejo que yo frecuentaba en aquel entonces. “Guerras de chismes: Una revelación de la era del escándalo”, de Milt Machlin (fallecido el 2004), cuya sorprendente nota biográfica tiene en sí misma los contornos de una viñeta markeriana: sirvió en el teatro del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, se graduó en Brown University y asistió a La Sorbonne, estudiando en la Cœur de Civilisation; fue editor de Argosy Magazine y autor de numerosos libros (de ficción y no ficción) sobre crimen, política internacional, instalación de tuberías, Tierra Santa… y la historia del escándalo y el chisme. “Guerra de chismes”, como yo lo recuerdo, es un libro repleto de relatos muy cortos sobre individuos brevemente interesantes –casi un equivalente pop-basura del proyecto de archivo de Michel Foucault (también muy markeriano) titulado “Vidas de hombres infames”, que recoge las huellas efímeras y singulares, en algún documento legal o burocrático, de los dramas de vidas ordinarias que de otra manera no serían notadas ni registradas. En “Guerra de chismes” hay una historia sobre un free-lancer trabajólico que, como muchos en este periodismo, escribía sin firmar (como lo hizo, años más tarde, en el contexto del periodismo de Time y Newsweek en los 60, otro famoso recluso: Terrence Malick). Este particular escritor, que cargaba furiosamente sus chismes, encontró una nueva manera de inmortalizarse, aun cuando ningún lector (¿hasta Machlin?) supo nunca cómo leer su gesto tipo graffiti: se las arreglaba, para poner, aun sin ningún sentido, su propio nombre en el curso de alguna cita retórica (“Juro por la Biblia de…”).
La carga poética del arte de Marker tiene mucho que ver con lo que se eleva momentáneamente del flujo anónimo de información social y rumor: una historia, una cara, un sólo fotograma. Su propia creatividad profusa de encuadres y registros se confunde deliberadamente (como en Con F de falso ([Vérités et mensonges, 1974], de Orson Welles) con la proliferación de muestras, citas, objetos encontrados en la mano de alguien (como en Recuerdo de cosas por venir [Le souvenir d’un avenir, 2001]) o de nadie: arte anónimo, origen perdido, sin firma. Este es, explícitamente, el banco de datos que sostiene a Owls at noon prelude: “objetos, imágenes que no pertenecen, pero están. Volantes, postales, estampillas, graffiti, fotos olvidadas, fotogramas hurtados del flujo continuo y sin sentido de la TV”. En Marker, esta tarea de coleccionar, filtrar y conectar fragmentos es un trabajo específico de memoria (o “inmemoria”), y de cómo el tiempo recordado construye lo que él llama “un viaje subjetivo”, dentro y en contra de una historia oficial y masiva; aunque Marker se toma también en serio el tiempo de los manuales, con su incesante reflexión sobre “la generación que emergió con la gran ola de 1917” –esa generación fabulosamente idealista pero “trágica” de, por ejemplo, el director soviético Alexandre Medvedkine, al que Marker dedicó varios filmes, incluyendo el épico El último bolchevique (Le tombeau d’Alexandre, 1992) y la diferencia con su generación, “nacida al otro lado del hoyo negro”, que “no puede ignorar la profundidad de su fracaso” (como escribió en la posdata de su colección de 1959, “Korean women”), y que debe cargar obsesivamente con la responsabilidad de pedir cuentas a las utopías socialistas y capitalistas. Como dijo una vez Ross Gibson: Marker, hoy de 86, puede reclamar (le guste o no) algo de “historia seria”.
Pero detengámonos en el tiempo y la memoria: esta pareja preside un centenar de comentarios académicos sobre los filmes más conocidos de Marker, La jetée (1962), y Sin sol, como también el archivo interactivo titulado Immemory (1997), De hecho, puede que necesitemos reponer en esas palabras encantadas un poco de la banalidad clásica de Prufrock: tiempo y memoria son, en un sentido, fenómenos blandos e irrelevantes: el tiempo fluye, y para nosotros es inevitable recordar. Tiempo-y-memoria no es en sí misma ninguna fórmula mágica para producir arte, como lo puede atestiguar la montaña de arte banal. Pero el arte de Marker apunta hacia el momento poético (incluso utópico) en que el tiempo y la memoria devienen, precisamente, inventivos: cuando el tiempo se pliega o se catapulta hacia adelante, replegándose; y cuando la memoria crea un archivo vivo (en lugar de muerto) y una conexión colectiva. De aquí su afición por las paradojas temporales, como en la trama primordial e inquietante del niño que presencia su propia muerte en La jetée o las versiones “prolépticas” y proféticas registradas en las fotografías de los surrealistas de Denise Bellon en Recuerdo de cosas por venir.
¿Qué es el “trabajo de la memoria” de Marker? Confundiendo de nuevo lo que registra (“imágenes aparentemente crudas”) con lo que colecciona (“de cada país regreso con postales, recortes y afiches que despego de las paredes”) en 1998 Marker reflexionó sobre su proyecto  creativo de toda una vida: un catálogo de imágenes, un “viaje subjetivo” a través del siglo XX, ofrecido, con característica de modestia , como “un pequeño estudio de clasificación de mi archivo de imágenes”. Acercándose a su tema, lo conjura con esto: “Estoy seguro de que si estudiara sistemáticamente mis documentos, hallaría, escondido en ese desorden, un mapa secreto, como el mapa del tesoro en un cuento de piratas”.

“Cualquier memoria razonablemente larga (como cualquier colección) es más estructurada de lo que parece a primera vista”. En este nivel, las asociaciones libres que estructuran la obra de Marker comparten resonancias con la práctica artística del italiano Gianfranco Baruchello, trazados en sus proyectos versátiles en varios soportes (dibujo, pintura, escultura, cine, agricultura) y expresados en sus notables libros “Cómo imaginar” y “Por qué Duchamp”. Todos los trabajos y reflexiones de Baruchello toman la forma de yuxtaposiciones casi surrealistas. Otro coleccionista obsesivo de fragmentos cotidianos, Baruchello resumió el propósito de su búsqueda de esta manera: colocar objetos uno al lado de otro –simplemente ubicarlos en una suerte de relación flexible pero cargada, lado a lado- para encontrar un día “el secreto de los que pueden significar estas cosas juntas”. Esto es como los años que toma una libre asociación psicoanalítica para crear un cierto patrón, revelar una cierta lógica: y hasta ese momento, uno debe perseguir, armado con todos los fragmentos, el arte poético de disponer lado a lado, la construcción de puentes frágiles, la formación de formas impresionantes.
Volvamos a la categoría del arte anónimo y el proyecto del tiempo, a la manera de otro gran artista fotográfico, Walker Evans. En su magnífica biografía de 1995, Belinda Rathbone enfatiza el significado de todas las formas de arte anónimo que Evans coleccionó y cultivó asiduamente: desde cartas y postales sin firmar, hasta cajas de cigarros y emblemas de carros de carga. A menudo, esta práctica tomó prioridad por sobre la producción “creativa” convencional, que era relativamente pequeña en términos de libros y exhibiciones. En cierto sentido, Evans terminó exactamente donde Marker partió: con el arte de la edición gráfica y la yuxtaposición de imágenes y textos, en la revista Fortune para el caso de Evans, y en la editorial Seuil para Marker. ¿Pero no son los proyectos de arte contemporáneos digitales, computacionales y multimediales, con su muestreo y tratamiento, una verdadera actualización de esos proyectos revolucionarios del siglo XX?
Evans, como Marker, también desarrolló una actitud específica hacia el tiempo, la memoria y la historia: despreciando la nostalgia (aquella que habla con entusiasmo ”del precio de la leche hace cincuenta años” como decía el crítico de arte George Alexander), busca congelar, a través de una obsesiva y majestuosa documentación visual, un cierto período, una cierta sensibilidad, que él sentía en peligro de desaparición, a punto de morir (“Antes que desaparezcan” fue el título de uno de sus fotorreportajes). En efecto, cuando Evans encuadraba con su lente los escenarios de su presente, quería fijarlos con lo que llamaba “la mirada del futuro”, esto es, decir, cómo las generaciones siguientes verían y recordarían la significación de aquella era. Otro tipo de “recuerdo de las cosas por venir”, otra fantasmal y extraña superposición de capas… Este es el tipo de obra cultural que los estudiantes de hoy asocian más fácilmente con Walter Benjamin y su Proyecto Arcades: Benjamin, Evans y Marker son similares en su apego a “su tiempo” –que fue, igual que para todos, el de su juventud- como también en su convicción de que la lección de este tiempo está a punto de pasar al olvido, y que su esencia puede ser mejor capturada al atrapar los trozos más pequeños y banales de efímera cultura manufacturada del período, sus cajas de fósforos y posavasos y volantes de bares…
Permítame añadir un cuarto nombre, una figura muy markeriana, a esta lista espontánea: el cineasta experimental y musicólogo Harry Smith, que (como muestra un desconsolador documental) sufrió la agonía de ver su colección de nimiedades secuestrada por el enojado dueño de su departamento; sin embargo, vivió lo suficiente (como dijo en el podio de los Grammy) para ver cómo sus famosas grabaciones de folk excéntrico “cambian el mundo”. Este es también el sueño utópico que da a la obra de Marker sus vuelos de fantasía más refinados, líricos y emotivos: cuando un trozo de poesía o encanto, un “gato escuchando música” (el título de un corto en video: Cat listening to music, 1990) o una súbita o sorpresiva conjunción de imágenes y sonidos pueden cambiar el mundo…

Una asociación final. Parece una broma, pero no lo es: Chris Marker y Alain Resnais, dos viejos compañeros del grupo de cineastas de la rive gauche pre-nouvelle vague son hoy grandes fanáticos de ciertos programas de TV estadounidense. Donde el gusto de Resnais va por Millenieum y Los archivos secretos X, el de Marker va por The practice. El creador de La jetée y Level five (1997) explica:
“Alimento mi hambre de ficción con la fuente que es lejos la más lograda: esas grandes series de TV estadounidenses, como The practice. Hay un saber en ellas, un sentido de relato y economía, de elipsis, una ciencia del encuadre y el corte, una dramaturgia y un estilo actoral que no tiene igual en ninguna parte y, por cierto, no en Hollywood”.
Dos octogenarios, mirando sus series favoritas en equipo de DVD y monitores de PC, lejos de todo, en sus hogares, del mismo modo que una vez vieron ciertos musicales de Hollywood (se recuerda Un americano en París [An american in Paris, 1951]) juntos en Londres, durante su colaboración en Las estatuas también mueren (Les statues meurent aussi, 1952). En el encantador ensayo-documental de Resnais de 1956 sobre la Bibliothèque Nationale, Toda la memoria del mundo (Tout la mémoire du monde) (que aparece inmortalmente en los créditos como “Chris and Magic Marker”, ¡sin duda por el uso de su guía “Small Planet” a Marte!) hay un momento que es, de hecho, puro musical, puro Kelly/Donen/Clair/Lubitsch: tres trabajadores entregan los periódicos del día a la biblioteca, marchando en pasos sincronizados… Pero, ¿qué hay en estas modernas ficciones estadounidenses de muertes macabras y hallazgos forenses, invasiones alienígenas y conspiraciones paranoicas, que atrae a nuestros dos eternos modernistas?
El programa de TV que siempre me recuerda a Marker (no sé si ya lo ha visto, o revisado) es Crossing Jordan, sobre las investigaciones de unos expertos en autopsias en una morgue urbana. Como varios shows de su tipo –sobre criminólogos, policías antivicios, detectives psíquicos-, Crossing Jordan suele construir grandes “recreaciones dramáticas” de escenas de crímenes que son, en realidad, proyecciones visionarias: nuestros héroes trabajan repentinamente dentro de imágenes de pasados imaginados, a veces “animando” mágicamente fotos fijas, esquemas computacionales, o retratos hablados. Esto ya es interesante como fantasmagoría cultural, pero Crossing Jordan, en particular, lleva este gusto por la revivificación, este recuerdo de cosas pasadas o de “tiempo re-editado” (Como en Chats perchés) hasta un punto especialmente urgente y conmovedor. Así, muchas de sus tramas, grandes o pequeñas, son precisamente acerca de reconstruir, por destellos, las vidas de gente mayoritariamente anónima: niños, vagabundos, solitarios, gente común enteramente fuera del mapa social. Y el destello más importante, el momento crucial de Crossing Jordan, es el momento exacto de la muerte: cómo cayó alguien, cómo fue impactado o baleado, cuánto estuvo descomponiéndose su cuerpo y después expuesto los niveles arqueológicos y geológicos de sus experiencias…
¿Es esto tan lejano al proyecto poético-político de Marker, de “sacar a la luz eventos y personas que normalmente no la tienen”?
2007

[1] Juego de palabras con “marcador mágico”, el lápiz de color usado por los niños (N. del T.)
[2] Referido al poema “The love song of Alfred Prufrock”, de T.S. Eliot (N. del T.)
Versión en español extraída de ¿Qué es el cine moderno?, editado por Uqbar Editores y el 15º Festival Internacional de Cine de Valdivia, 2008. Traducción: Milenko Skoknic.
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Una respuesta a Chris Marker (4): Algunas afinidades markerianas

  1. gime dijo:

    Gracias por publicar este texto. El desarrollo de la idea de anonimato es el puntapie p entender mejor a marker y su relacion politica con la imagen, el cine, la-s cultura-s y las sociedades. Lamentando su desaparicion en el mundo d los vivos,afortunadamente este trotamundo del cine con semejante obra seguira dando q hablar. Mal q te pese, marker t te tenemos bien identificado.

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